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John Grisham

La Apelación

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Al catedrático Robert C. Khayat

PRIMERA PARTE. El veredicto

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El jurado estaba listo.

Después de cuarenta y dos horas de deliberaciones, que siguieron a setenta y un días de juicio con más de quinientas treinta horas de declaraciones prestadas por cuarenta y ocho testigos, y después de pasar una eternidad sentados en silencio mientras los abogados discutían, el juez los reprendía y los asistentes observaban como halcones a la caza de señales reveladoras, el jurado estaba listo. Encerrados en su sala, aislados y a buen recaudo, diez de ellos firmaron el veredicto satisfechos mientras los otros dos ponían mala cara en un rincón, apartados y desanimados por no haber impuesto su postura. Hubo abrazos, sonrisas y mutuas felicitaciones por haber sobrevivido a aquella pequeña guerra y poder, por fin, volver orgullosos a la palestra con una decisión tomada gracias a su absoluta determinación y a la búsqueda tenaz de un acuerdo. La pesadilla había llegado a su fin y ellos habían atendido su deber cívico. Habían cumplido de sobra con su obligación. Estaban listos.

El presidente del jurado llamó a la puerta e interrumpió de un sobresalto el sueño de Uncle Joe. El viejo alguacil los había custodiado y, al mismo tiempo, se había encargado de las comidas, de oír sus quejas y de transmitir discretamente al juez sus mensajes. Se rumoreaba que de joven, cuando todavía tenía buen oído, Uncle Joe incluso escuchaba a escondidas las deliberaciones del jurado a través de una puerta de pino muy fina que él mismo se había encargado de escoger e instalar. Sin embargo, los días de escuchar habían quedado atrás y, tal como le había confesado a su mujer, y a nadie más que a ella, después de la tortura en que se había convertido aquel juicio en particular, colgaría su vieja arma de una vez por todas. La presión de controlar a la justicia estaba acabando con él.

– Fantástico. Iré a buscar al juez -dijo con una sonrisa, como si el juez se encontrara en las entrañas del juzgado esperando una llamada de Uncle Joe.

En realidad, y según la costumbre, fue en busca de una secretaria judicial, a quien le comunicó la buena noticia. Era muy emocionante: el viejo palacio de justicia nunca había acogido un litigio ni tan largo, ni tan importante. Habría sido una pena acabar sin llegar a una decisión.

La secretaria llamó con suavidad a la puerta del juez y entró en el despacho.

– Tenemos veredicto -anunció ufana, como si ella personalmente hubiera participado en las negociaciones y le ofreciera el resultado como un regalo.

El juez cerró los ojos y dejó escapar un profundo suspiro de satisfacción. Esbozó una sonrisa feliz y nerviosa de auténtico alivio, como si no diera crédito a lo que acababa de oír.

– Reúna a los abogados -dijo al fin.

Después de casi cinco días de deliberación, el juez Harrison había aceptado la posibilidad de tener que disolver el jurado por no ponerse de acuerdo, su peor pesadilla. Tras cuatro años de demandas enérgicas y cuatro meses de juicio encolado, la perspectiva de un empate le ponía enfermo. No quería ni imaginarse tener que empezar todo otra vez, desde el principio.

Se calzó sus viejos mocasines, se levantó de un salto sonriendo de oreja a oreja como un niño y fue en busca de la toga. Por fin había acabado el juicio más largo de su variopinta carrera.

La secretaria llamó primero a Payton amp; Payton, un bufete local de abogados formado por un matrimonio que había tenido que trasladar las oficinas a un local comercial abandonado, en un barrio alejado del centro de la ciudad. Un pasante contestó al teléfono, la escuchó unos segundos y colgó.

– ¡El jurado ya tiene veredicto! -gritó.

Su voz resonó por el cavernoso laberinto de diminutos cubículos provisionales y sobresaltó a sus colegas. Volvió a gritarlo mientras se dirigía corriendo al Ruedo, donde todos sus compañeros ya acudían sin perder tiempo. Wes Payton ya estaba allí y cuando su mujer, Mary Grace, entró a toda prisa cruzaron una fugaz mirada cargada de miedo y desconcierto irrefrenables. Dos pasantes, dos secretarias y una contable se reunieron alrededor de la alargada y abarrotada mesa de trabajo, paralizados, mirándose embobados a la espera de que alguien dijera algo.

¿De verdad se había terminado? Después de haber esperado una eternidad, ¿acababa así sin más? ¿De manera tan imprevista? ¿Con una llamada de teléfono?

– ¿Qué os parece una breve oración en silencio? -propuso Wes, y todos enlazaron sus manos hasta formar un estrecho círculo y rezaron como nunca lo habían hecho.

Dirigieron todo tipo de ruegos a Dios todopoderoso, pero la petición común fue la de depararIes una victoria. Por favor, Señor, después de tanto tiempo, de tanto esfuerzo, dinero, miedo y dudas, por favor, te ruego que nos concedas una victoria divina. Sálvanos de la humillación, la ruina, la bancarrota y muchísimos otros males que acarrearía un veredicto en contra.

La segunda llamada de la secretaria judicial fue al móvil de Jared Kurtin, el artífice de la defensa. El señor Kurtin estaba echado relajadamente en un sofá de cuero alquilado en su despacho provisional de Front Street, en el centro de Hattiesburg, a tres manzanas de los juzgados. Leía una biografía mientras mataba el tiempo a setecientos cincuenta dólares la hora. La escuchó sin inmutarse y colgó el teléfono con fuerza.

– Vamos. El jurado está listo.

Sus soldados uniformados con traje oscuro reaccionaron de inmediato y formaron para escoltarIo por la calle hacia una nueva victoria aplastante. Marcharon sin más, sin encomendarse a nadie.

También se realizaron llamadas a otros abogados, luego a los periodistas, y al cabo de unos minutos la noticia ya estaba en la calle y se extendía a toda velocidad.

En uno de los últimos pisos de un rascacielos del sur de Manhattan, un joven, presa del pánico, irrumpió en una reunión importante y le susurró la noticia urgente al señor CarI Trudeau, que perdió de inmediato el interés por los temas que estaban debatiéndose y se levantó con brusquedad.

– Parece que el jurado ha alcanzado un veredicto -dijo. Salió de la habitación a grandes zancadas y atravesó el pasillo hasta un despacho monumental que ocupaba toda una esquina del edificio. Se quitó la chaqueta, se aflojó la corbata, se acercó al ventanal y contempló el río Hudson en la distancia, a través de la incipiente oscuridad. Esperó y una vez más volvió a preguntarse cómo era posible que gran parte de su imperio pudiera depender de la decisión de doce personas normales y corrientes de un lugar atrasado de Mississippi.

Para un hombre que sabía tanto, la respuesta seguía escapándosele.

La gente entraba corriendo en el juzgado desde todas direcciones cuando los Payton aparcaron en la calle de atrás. Se quedaron un momento en el interior del vehículo, sin soltarse de la mano. Durante cuatro meses habían intentado no tocarse estando cerca del palacio de justicia pues siempre había alguien observando, ya fuera un miembro del jurado o un periodista, y era fundamental aparentar toda la profesionalidad posible. A la gente le sorprendía que un matrimonio llevara un caso conjuntamente y los Payton intentaban comportarse en público como abogados y no como esposos.

Además, durante el juicio habían tenido algunos momentos para el afecto fuera del juzgado.

– ¿En qué estás pensando? -preguntó Wes, sin mirar a su mujer.

Tenía el pulso acelerado y la frente húmeda. Todavía asía el volante con la mano izquierda y no dejaba de repetirse que se relajara.

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