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CAPÍTULO VIII

En el barco, de regreso a la ciudad, Brunetti decidió hacer una visita por sorpresa a Flavia Petrelli, para averiguar si entretanto la cantante había recordado haber hablado con el maestro la noche antes. Animado por la perspectiva de tener algo que hacer, desembarcó en Fondamente Nuove y se dirigió hacia el hospital, contiguo a la basílica de Santi Giovanni e Paolo. Al igual que todas las direcciones de Venecia, la que le había dado la norteamericana era prácticamente inservible en una ciudad en la que sólo había seis nombres diferentes para todas las calles y los edificios estaban numerados sin método ni lógica. La única manera de encontrarla era ir hasta la iglesia y preguntar a algún vecino. No debía de ser difícil dar con ella. Los extranjeros solían vivir en la Venecia más pintoresca, no en barrios de sólida clase media como éste, y muy pocos extranjeros conseguían hablar como Brett Lynch, que parecía haberse criado aquí.

Delante de la iglesia, preguntó, primero, por el número y, después, por la norteamericana, pero la mujer a la que se había dirigido no tenía ni idea de dónde podía encontrar ni a uno y ni a otra. Le dijo que preguntara a Maria, pronunciando el nombre como si esperase que él supiera a qué Maria se refería. Resultó que Maria regentaba el quiosco de periódicos situado delante de la escuela y, si Maria no le daba razón, era señal de que la norteamericana no vivía en el barrio.

Al pie del puente que desembocaba delante de la basílica, encontró Brunetti a Maria, una mujer de pelo blanco y edad indefinida que, sentada en su quiosco, dispensaba periódicos como si fueran profecías y ella, la sibila. Él le dijo el número que buscaba y ella respondió con una sonrisa: -Ah, la signorina Lynch -dando al apellido las dos sílabas que exigía la pronunciación italiana. Bajando por la calle della Testa, la primera puerta a la derecha, cuarto piso. Por cierto, ¿le importaría llevarle los periódicos?

Brunetti encontró la puerta fácilmente. El apellido estaba grabado en una placa de latón, arañada y empañada por el tiempo, colocada al lado del timbre. Llamó una vez y, al cabo de un momento, oyó una voz por el intercomunicador. Resistiéndose al impulso de decir que venía a traer los periódicos, el comisario se limitó a dar su nombre. La persona que había respondido no dijo más, pero la puerta se abrió con un chasquido, franqueándole la entrada al edificio. De la derecha arrancaba una escalera, y el comisario empezó a subir pisando con agrado la leve concavidad que infinidad de pies habían ido imprimiendo en el mármol a lo largo de los siglos. Le gustaba la forma en que el declive le obligaba a apoyar el zapato en el centro de cada escalón. Subió dos tramos y luego un tercero. Después del cuarto rellano, la escalera se ensanchaba bruscamente, y los gastados peldaños originales cedían paso a losas de mármol de Istria de canto vivo. Esta parte del edificio había sido renovada por completo, y no hacía mucho.

La escalera terminaba delante de una puerta metálica negra. Al acercarse, Brunetti se sintió observado a través de la minúscula mirilla situada encima de la cerradura superior. Antes de que pudiera levantar la mano para llamarla puerta se abrió y Brett Lynch le invitó a entrar haciéndose a un lado.

Él musitó el «Permesso» ritual, formalidad sin la que ningún italiano entraría en casa ajena. Ella sonrió, pero no le tendió la mano y, dando media vuelta, le precedió por el pasillo hasta la sala del apartamento.

Brunetti se sorprendió al encontrarse en un espacio amplio, de diez por quince metros. El suelo era de gruesas vigas de roble, como las que sostienen los más antiguos techos de la ciudad. Las paredes habían sido despojadas de todas sus capas de pintura y revoque para dejar a la vista el ladrillo original. Lo más extraordinario de la habitación era la luz que entraba por unas claraboyas dobles, seis en total, tres en cada vertiente del tejado. Brunetti se dijo que quien hubiera conseguido permiso para modificar la estructura exterior de un edificio tan antiguo como ése debía de tener amigos muy influyentes o, si no, habría chantajeado al alcalde y al concejal de urbanismo. Y las obras eran recientes; así lo indicaba el olor a madera nueva.

Brunetti trasladó su atención de la casa a su dueña. Era muy alta -la noche antes no se había dado cuenta-, y tenía esa figura angulosa que, por lo visto, tan atractiva resulta a los norteamericanos. Pero su cuerpo no daba la impresión de fragilidad que suelen sugerir las personas altas y delgadas. Parecía estar sana y en buena forma física, y tenía el cutis terso y la mirada brillante. Advirtió entonces que se había quedado mirándola con descaro, sorprendido por la inteligencia que había en sus ojos y sorprendido también por estar buscando malicia en ellos. Le inspiraba curiosidad su propia resistencia a tomarla por lo que parecía ser, una mujer atractiva e inteligente.

Flavia Petrelli componía una artística figura, o eso le sugirió al comisario, sentada junto a una de las grandes ventanas abiertas en la pared de la izquierda, desde la que, a lo lejos, se veía el campanario de San Marcos. La soprano movió ligeramente la cabeza de arriba abajo por todo saludo y él correspondió de igual manera antes de decir a la otra mujer:

– Le traigo los periódicos.

Se los entregó presentándole las fotos y los grandes titulares de la primera plana. Ella miró los papeles, los dobló rápidamente con un escueto «Gracias» y los arrojó a una mesita baja.

– La felicito, tiene una casa preciosa Miss Lynch.

– Gracias -repitió ella.

– No es corriente ver tanta luz, tantas claraboyas, en un edificio antiguo -dijo él, inquisitivamente.

– Cierto -convino ella con afabilidad.

– Vamos, comisario -cortó Flavia Petrelli-, usted no ha venido a hablar de interiorismo.

Como si quisiera suavizar la brusca observación de su amiga, Brett Lynch dijo:

– Siéntese, por favor, dottor Brunetti -señalando un diván situado frente a una larga mesa de vidrio que ocupaba el centro de la habitación-. ¿Café? -preguntó como una buena anfitriona a una visita de cumplido.

En aquel momento, a Brunetti no le apetecía el café, pero aceptó el ofrecimiento, para ver cómo reaccionaría la cantante a esta indicación de que no tenía prisa por marcharse. Flavia Petrelli volvió a concentrar su atención en la partitura que tenía en el regazo, desentendiéndose del visitante, en tanto su amiga iba a preparar el café.

Mientras la norteamericana se ocupaba en hacer café y la Petrelli se ocupaba en olvidarse de Brunetti, éste examinó atentamente la sala. La pared que tenía delante estaba totalmente cubierta de libros. Reconoció fácilmente los italianos porque los títulos estaban escritos de abajo arriba, mientras que en los libros ingleses se leían de arriba abajo. Más de la mitad de los tomos mostraban caracteres que él supuso chinos. Todos parecían haber sido leídos más de una vez. Distribuidas entre los libros había piezas de cerámica -cuencos y figuritas humanas- que, a sus ojos, tenían un aire sólo vagamente oriental. Uno de los estantes estaba ocupado por estuches múltiples de CDs, óperas completas, sin duda. A su izquierda había un equipo estéreo de aspecto muy complicado y, en los ángulos de la habitación, dos grandes altavoces sobre sendos pedestales de madera. Los únicos cuadros de las paredes eran chafarrinones modernos que no le seducían.

Al poco rato, Lynch volvió de la cocina con dos tacitas de espresso y un azucarero de plata en una bandeja también de plata. El comisario observó que hoy llevaba un pantalón vaquero que nunca había visto América y otro par de botas de aquéllas, pero de color mostaza. ¿Un color para cada día de la semana? ¿Qué era lo que tanto le irritaba de esta mujer? ¿El que fuera extranjera y hablara el italiano tan bien como él, y viviera en una casa que él nunca podría permitirse?

Ella le puso una taza delante y el comisario le dio las gracias y esperó a que se sentara. Entonces se ofreció a echar el azúcar en la segunda taza, pero la mujer movió la cabeza negativamente. Puso dos cucharadas de azúcar en su taza y se arrellanó en el sofá.

– Vengo de San Michele -dijo a modo de introducción-. La causa de la muerte fue envenenamiento por cianuro. -Ella se llevó la taza a los labios-. Estaba en el café.

La mujer volvió a dejar la taza en el platillo y puso ambas cosas en la mesa.

Flavia Petrelli levantó la mirada de la partitura, pero quien habló fue la otra.

– Entonces fue una muerte rápida. Qué considerado, quien lo haya hecho. -Miró a su amiga-. ¿Querías café, Flavia?

A Brunetti la escena le parecía un poco teatral, pero decidió mantener el tono y formular la pregunta que ella le incitara a hacer con su observación:

– ¿He de deducir de eso que no le agradaba el maestro, Miss Lynch?

– No me agradaba -respondió ella mirándole a los ojos-. Ni yo a él.

– ¿Por alguna razón en concreto?

Ella agitó una mano con displicencia.

– Teníamos opiniones diferentes sobre muchas cosas.

Él supuso que, para la norteamericana, esto era razón suficiente.

El comisario miró a la Petrelli.

– ¿Eran sus relaciones con el maestro distintas de las de su amiga?

Antes de contestar, ella cerró la partitura y la depositó cuidadosamente a sus pies.

– Sí; Helmut y yo siempre habíamos trabajado bien juntos. Profesionalmente, nos respetábamos mucho.

– ¿Y personalmente?

– También, por supuesto -respondió ella con rapidez-. Pero nuestra relación era esencialmente profesional.

– ¿Puedo preguntar cuáles eran sus sentimientos personales hacia él? -A pesar de que debía de estar preparada para la pregunta, pareció que no le gustaba. Se revolvió en la butaca, y al comisario le llamó la atención que hiciera tan ostensible su incomodidad. Hacía años que leía lo que se publicaba en la prensa sobre esta mujer, y le constaba que era mejor actriz de lo que ahora aparentaba. Si en sus relaciones con Wellauer había algo que deseaba ocultar, hubiera sabido disimularlo perfectamente, en lugar de titubear como una colegiala que es interrogada acerca de su primer novio.

Dejó que el silencio se prolongara, absteniéndose de repetir la pregunta.

Finalmente, ella concedió a regañadientes:

– No me agradaba.

En vista de que no decía más, Brunetti la apremió:

– Si me lo permite, me gustaría hacerle la misma pregunta que a Miss Lynch: ¿Alguna razón en concreto? -Qué corteses somos, pensó. El viejo, al otro lado de la laguna, frío y eviscerado, y nosotros, aquí, entregados a sutilezas gramaticales: ahora un subjuntivo, después un condicional. ¿Sería tan amable de decirme? ¿Tendría la bondad de explicarme? Durante un momento, sintió nostalgia de Nápoles, donde había pasado unos años de purgatorio, tratando con gentes insensibles a las florituras semánticas y que sólo respondían a los guantazos.

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