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CAPÍTULO II

Como era Venecia, la policía llegó en barco, y la luz azul parpadeaba en el techo de la cabina. La embarcación atracó en el pequeño canal que discurría por detrás del teatro y de ella desembarcaron cuatro hombres, tres con uniforme azul y uno de paisano. Subieron rápidamente por la estrecha calle lateral hasta la entrada de artistas, donde el portiere , prevenido de su llegada, oprimió el botón que liberaba la puerta de torno. El hombre señaló en silencio una escalera.

En el primer rellano, los aguardaba el aturdido gerente, que hizo ademán de tender la mano al hombre vestido de paisano, que parecía el jefe, pero enseguida se olvidó de su intención y dio media vuelta, diciendo por encima del hombro:

– Por aquí. -los llevó por un corto pasillo hasta la puerta del camerino del director, donde se paró y, reducido otra vez a la mímica, señaló al interior.

Guido Brunetti, commissario de policía de la ciudad, fue el primero en entrar. Al ver el cuerpo caído en el sillón, levantó una mano para indicar a los agentes de uniforme que se quedaran en la puerta. Era evidente que el hombre estaba muerto: tenía el cuerpo arqueado hacia atrás y la cara crispada en una mueca espantosa. No era necesario buscar señales de vida; no las habría.

Aquella cara le era tan familiar a Brunetti como a la mayoría de los habitantes del mundo occidental, si no por haberla visto frente a una orquesta, sí porque durante más de cuatro décadas su cuadrada mandíbula teutónica y su melena, que se había conservado negra como el azabache hasta pasados los sesenta, habían aparecido regularmente en las portadas de las revistas y las primeras planas de los diarios. Brunetti le había visto dirigir dos veces, hacía años, y durante el concierto había estado más pendiente del director que de la orquesta. El cuerpo de Wellauer oscilaba en el podio como preso en el abrazo de un demonio o de una divinidad. La mano izquierda, entreabierta, parecía querer arrancar el sonido a los violines. En la derecha, la batuta era un arma que apuntaba ahora aquí, ahora allá, un rayo que desataba raudales de música. Pero ahora la muerte había borrado de su persona todo vestigio de divinidad y le había puesto la máscara sarcástica del demonio.

Brunetti paseó la mirada por el camerino. Vio la taza en el suelo y, cerca de la taza, el plato. Esto explicaba las manchas oscuras de la camisa y, seguramente, la horrible crispación de la cara.

Sin acabar de acercarse al muerto, Brunetti hacía inventario con la mirada, con curiosidad, sin sacar deducciones. Era un hombre de aspecto extraordinariamente pulcro: el nudo de la corbata, impecable, el pelo, más corto de lo que dictaba la moda; hasta las orejas las tenía aplastadas contra la cabeza, como si quisieran pasar inadvertidas. Su indumentaria era típicamente italiana. Su acento pregonaba al veneciano. Sus ojos eran todo policía.

Inclinándose, tocó el dorso de la muñeca del muerto. Sintió la piel fría y seca al tacto. Lanzó otra mirada en derredor y se volvió hacia uno de los hombres que estaban a su espalda. Le pidió que llamara al forense y al fotógrafo. Ordenó a otro de los agentes que bajara a hablar con el portiere . ¿Cuántas personas había en el teatro esa noche? Que hiciera una lista. Y dijo al tercer agente que quería los nombres de quienes hubieran hablado con el maestro antes de la función o durante los entreactos.

El comisario abrió una puerta de la izquierda que daba a un pequeño aseo. La única ventana estaba cerrada, lo mismo que la del camerino. En el armario había un abrigo y tres camisas blancas almidonadas.

Volvió al camerino y se acercó al cadáver. Con el dorso de la mano, ahuecó la chaqueta, introdujo los dedos en el bolsillo interior del pecho y, lentamente, sacó un pañuelo sosteniéndolo por una punta. En el bolsillo no había nada más. Repitió el proceso con los bolsillos laterales, en los que encontró los objetos habituales: unos miles de liras en billetes pequeños, una llave con una etiqueta de plástico, probablemente, del camerino, un peine, otro pañuelo. No quería mover el cuerpo antes de que lo fotografiaran, y dejó para más adelante los bolsillos del pantalón.

Los tres agentes, una vez confirmada la existencia de un cadáver, habían ido a cumplir las órdenes de Brunetti. El gerente del teatro había desaparecido. Brunetti salió al corredor, esperando encontrarlo allí, con intención de preguntarle cuánto tiempo hacía que se había descubierto el cadáver. Pero sólo vio a una mujer pequeña, de pelo negro, que estaba apoyada en la pared, fumando un cigarrillo. Hasta ellos llegaban ráfagas de música.

– ¿Qué es eso? -preguntó Brunetti.

– La Traviata -dijo la mujer escuetamente.

– Ya lo sé. ¿Es que continúa la representación?

– «Aunque se hunda el mundo» -respondió ella con la entonación solemne que suele imprimirse en las citas.

– ¿Es de La Traviata ? -preguntó él.

– No; de Turandot -dijo ella con voz serena.

– Pues me parece que por respeto al muerto…

Ella se encogió de hombros, arrojó el cigarrillo al suelo de cemento y lo aplastó con el pie.

– ¿Usted es…? -preguntó él finalmente.

– Bárbara Zorzi -y, aunque él no había pedido detalles, puntualizó-: Doctora Bárbara Zorzi. Estaba en la sala, pidieron un médico, subí y vi el cadáver. Eran exactamente las diez y treinta y cinco. El cuerpo aún estaba caliente. La taza estaba fría.

– ¿La tocó?

– Sólo con el dorso de los dedos. Pensé que podía ser importante saber si aún estaba caliente. No era así. -Sacó otro cigarrillo del bolso y le ofreció uno. No pareció sorprenderla que él rehusara y encendió el suyo.

– ¿Algo más, doctora?

– Huele a cianuro -respondió ella-. He leído algo sobre este veneno y en clase de farmacología lo estudiamos una vez, aunque el profesor no nos dejó ni olerlo. Decía que hasta los vapores son peligrosos.

– ¿Tan tóxico es?

– Sí. Ahora no recuerdo exactamente lo poco que se necesita para matar a una persona, pero no llega a un gramo. Y es instantáneo. Todo se para, el corazón, los pulmones… Antes de que la taza llegara al suelo, él ya debía de estar muerto o, por lo menos, inconsciente.

– ¿Lo conocía usted?

Ella movió la cabeza negativamente.

– No más que cualquier aficionado a la ópera. O cualquier lector de Gente -dijo ella, refiriéndose a una revista de cotilleos que a él se le hacía difícil creer que leyera aquella mujer.

Ella le miró y preguntó:

– ¿Es eso todo?

– Creo que sí, doctora. ¿Tendrá la bondad de dar su nombre a uno de mis hombres, por si hemos de ponernos en contacto con usted?

– Zorzi, Bárbara -dijo ella, sin inmutarse por su tono oficial-. En la guía telefónica no hay otra.

Dejó caer el cigarrillo, lo pisó y le tendió la mano.

– Buenas noches. Espero que las cosas no se pongan demasiado feas.

El hombre no sabía si quería decir feas para el maestro, para el teatro, para la ciudad o para él, por lo que se limitó a mover la cabeza de arriba abajo en señal de agradecimiento mientras le estrechaba la mano. Cuando ella se fue, Brunetti pensó en la extraña similitud que había entre su trabajo y el de un médico. Ambos coincidían al lado de los cadáveres y ambos hacían la misma pregunta: «¿Por qué?» Pero, cuando encontraban la respuesta, sus caminos se separaban: el médico retrocedía en el tiempo, en busca de la causa física y él se movía hacia adelante, en busca del responsable.

Quince minutos después, llegaba el forense, acompañado del fotógrafo y de dos ayudantes con bata blanca que serían los encargados de trasladar el cadáver al Hospital Civil. Brunetti saludó afablemente al doctor Rizzardi y le indicó la hora aproximada de la muerte. Juntos entraron en el camerino. Rizzardi, un hombre muy atildado, se puso unos guantes de látex, consultó el reloj automáticamente v se arrodilló al lado del cadáver. Brunetti lo observó mientras examinaba a la víctima, extrañamente conmovido al ver que trataba al muerto con el mismo respeto que dedicaría a un paciente vivo, con suavidad y hasta con mimo, ayudando con manos expertas los movimientos envarados de unos miembros que empezaban a estar rígidos.

– ¿Podría vaciarle los bolsillos, doctor? -preguntó Brunetti, que no tenía guantes y no quería agregar sus huellas a las que pudiera haber en los objetos. El doctor obedeció, pero no encontró más que un billetero delgado, quizá de lagarto, que sacó sosteniéndolo de una punta y dejó encima de la mesa que tenía a su lado.

El médico se puso en pie y se arrancó los guantes.

– Veneno. Es evidente. Yo diría que cianuro. Es más, estoy seguro, pero no puedo decírselo oficialmente hasta después de la autopsia. De todos modos, por la forma en que el cuerpo está doblado hacia atrás, no puede ser nada más. -Brunetti observó que había cerrado los ojos al muerto y tratado de suavizar el rictus de sus labios-. Es Wellauer, ¿verdad? -dijo el médico, a pesar de que la pregunta era innecesaria.

Brunetti movió la cabeza afirmativamente y Rizzardi exclamó:

– María Vergine , esto no va a gustarle nada al alcalde.

– Pues que se encargue el alcalde de descubrir quién lo ha hecho -dijo Brunetti secamente.

– Sí; ha sido una estupidez. Perdone, Guido. Deberíamos pensar en la familia.

Como si hubiera estado esperando esta señal, uno de los tres policías de uniforme apareció en la puerta e hizo una seña a Brunetti que, al salir del camerino, vio a Fasini al lado de una mujer a la que supuso hija del maestro. Era muy alta, más que el gerente y hasta más que Brunetti, con una corona de pelo rubio que realzaba su estatura. Al igual que el maestro, tenía los pómulos de corte eslavo y los ojos de un azul pálido casi glacial. Cuando la mujer vio salir del camerino a Brunetti, dio dos pasos rápidos hacia él.

– ¿Ha ocurrido algo malo? -preguntó en italiano con fuerte acento extranjero-. ¿Qué sucede?

– Lo lamento, signorina -empezó Brunetti.

Ella le atajó imperiosamente.

– ¿Qué le pasa a mi marido?

A pesar de la sorpresa, Brunetti tuvo la presencia de ánimo suficiente como para moverse hacia la derecha, cerrándole el paso al camerino.

– Signora , perdone, pero creo preferible que no entre. -¿Por qué será que siempre saben lo que vas a decirles? ¿Es el tono o es una especie de instinto animal lo que les hace percibirla muerte en tu voz antes de que les des la noticia?

La mujer se tambaleó hacia un lado, como si la hubieran empujado, golpeó con la cadera el teclado del piano, y un sonido discordante llenó el corredor. Entonces, buscando el equilibrio, extendió el brazo con rigidez y la palma de su mano arrancó otro quejido de las teclas. Dijo algo en una lengua que Brunetti no entendía y se llevó la mano a la boca con un ademán tan melodramático que a la fuerza tenía que ser espontáneo.

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